Matsumoto (Kyoto)

Pisar el pequeño local del Sushi Matsumoto con una estrella Michelin, escondido en una calle tranquila del barrio de Gion (Kioto), es exactamente lo que esperas de un verdadero omakase japonés: intimidad y una sucesión armónica de platos que reflejan tanto la tradición como el momento. 

El restaurante, de corte clásico, combina la madera clara de sus taburetes junto al mostrador y el aroma sutil del hinoki (ciprés japonés) con una decoración minimalista.

- Conjunto: 4,5/5
- Precio/ calidad: 4,5/5
- Calidad/ producto: 5/5
- Lugar/ decoración: 5/5
- Servicio: 4,5/5




La velada arrancó con una serie de entrantes y primeros platos que, lejos de ser “el calentamiento”, ya se mostraron como piezas magistrales por sí mismas. 

Empezamos con aperitivos ligeros, seguidos por platos que introdujeron mayor profundidad: pescados ligeramente marinados y unos bocados sensacionales. 






Estos momentos dieron forma al clima perfecto antes de entrar en el corazón del omakase: los nigiris. 

Cada nigiri fue un pequeño mundo, cada sabor un pequeño descubrimiento. Para quienes tengan la suerte de vivirlo, mi sugerencia es dejarse sorprender, disfrutar de la lógica del chef y saborear cada pieza como si fuese la última. Y al final, te preguntas: ¿qué más vendrá después de esto? Porque lo mejor aún podría estar por llegar.

Y entonces llegó el clímax: el festival de nigiris. Cada pieza representaba un pequeño homenaje al mar, al producto, al oficio de moldear arroz y topping en equilibrio perfecto. Lo que más destacamos y, de hecho, lo que califica como lo mejor que hemos comido durante este viaje por Japón fue el nigiri de erizo de mar (uni) y el de anguila.

El erizo fue, sin exagerar, “el mejor que hemos comido en todo Japón”: textura cremosa, sabor profundo, marino pero limpio, sin esa agresividad que a veces tienen los uni menos cuidadosos. 

Y la anguila: tierna, perfectamente hecha, con ese sutil ahumado y cocido. Ambos se presentaron en momentos distintos del omakase, otorgándoles un lugar de honor.

Este tipo de experiencia confirma que el viaje gastronómico “no ha hecho más que empezar”: cuando sales de un restaurante así, ya no quieres menos que esta intensidad, esta exactitud, esta conexión entre chef, producto y comensal. 













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